Nicaragua

Arrestos arbitrarios y abusos, la nueva norma en Nicaragua

MANAGUA (AP) — La estudiante de economía agrícola de 21 años, con casi dos meses de embarazo, intentaba escapar de Nicaragua con su novio, pero un policía en motocicleta les cerró el paso cuando subían a un taxi junto con otros estudiantes para irse a una casa de seguridad.

Los rodearon cinco camionetas policiales con hombres armados y enmascarados vestidos de civil. Policías uniformados comenzaron a revisar las mochilas de los estudiantes. Uno de ellos sacó una bandera nicaragüense azul y blanca.

“¡Estos son los terroristas que mataron a nuestros compañeros policías!”, gritó el agente, usando el término con el cual el presidente Daniel Ortega se refiere a quienes han protestado contra su gobierno desde abril.

La joven pareja y sus amigos se sumaron a los más de 2.000 arrestados en Nicaragua en casi cuatro meses de protestas y represión oficial. El Centro de Derechos Humanos de Nicaragua, una organización no gubernamental estima que siguen detenidas en cárceles, prisiones y comisarías al menos 400 personas, a quienes algunos consideran presos políticos.

Algunos de los detenidos permanecen incomunicados por días o semanas, interrogados brutalmente para que revelasen nombres y amenazados con cargos de terrorismo antes de ser dejados en libertad sin explicaciones, en momentos en que el gobierno de Ortega trata de aplastar la resistencia.

“Yo recibí golpes en la cara, cachetadas, me machucaron los dedos de la mano, y bastantes golpes en las costillas y en el estómago”, dijo la estudiante embarazada. “Cuando estaba en el suelo (me atacaron) con patadas”.

The Associated Press entrevistó separadamente a cuatro de los arrestados y excarcelados. Todos permanecen ocultos y aceptaron hablar bajo la condición de anonimato y pidieron que el lugar donde fueron arrestados no fuera revelado para evitar más represalias.

“En este momento Nicaragua, sin exageraciones, es una cárcel”, dijo Vilma Núñez, presidenta del Centro de Derechos Humanos y vicepresidenta de la corte suprema durante el primer gobierno sandinista de Ortega en 1979. Añadió que la búsqueda sistemática de los participantes en las protestas por el gobierno es una “cacería humana”.

La semana pasada, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos dijo que su equipo de monitoreo en Nicaragua encontró que “las autoridades habrían realizado numerosas detenciones arbitrarias, efectuadas con violencia”. Los detenidos fueron objeto de abusos, no se les informó de sus derechos ni de las acusaciones y se les arrestó sin órdenes judiciales. Sus familiares no fueron notificados de adónde los llevaron, añadió.

La policía nacional no respondió a un pedido formal de declaraciones.

Durante semanas, Ortega ha negado que escuadrones paramilitares y grupos de la juventud sandinista que han chocado o atacado a los manifestantes estuvieran colaborando con la policía. Pero cuando se le preguntó en una entrevista televisiva reciente cómo era posible que manifestantes capturados por paramilitares enmascarados terminaran en las cárceles, el presidente dijo: “tenemos una policía voluntaria que coopera con la policía”.

Ortega ha acusado a los manifestantes y opositores de tratar de orquestar un golpe de estado.

Los disturbios comenzaron en abril cuando el presidente impuso recortes en la seguridad social. Tras una violenta represión, los estudiantes se volvieron la vanguardia de un amplio movimiento para forzar la renuncia de Ortega.

La joven de la Universidad Autónoma Nacional de Nicaragua era una de casi 200 estudiantes que se parapetaron en el campus en Managua, pero fueron expulsados a mediados de julio por paramilitares en un intenso tiroteo que mató a dos personas.

Poco después de su arresto, ella y otros fueron llevados a un centro policial de procesamiento y colocados en fila con las manos tras el cuello.

“Yo les dije a ellos que estaba embarazada”, dijo. ‘Ah,’ dice, ‘qué bueno, tenemos una embarazada’”.

“Vino uno de los paramilitares y me golpeó el estómago. ‘Ahora te lo vamos a sacar’, me dice. ‘Y te lo vas a comer vivo’”.

En ese momento, rogó en silencio por ayuda divina.

Los hombres y las mujeres fueron separados e interrogados individualmente. Los hombres fueron desnudados.

Un estudiante de gestión de empresas dijo que le dieron puñetazos en el estómago y patadas en los testículos.

“Me hicieron escupir sangre”, dijo

Cuando intentaba quitarse el aro que tenía en una ceja, un policía se lo arrancó y le quemaron un tatuaje que tenía en el hombro con un cigarrillo.

“Decían que nos iban a violar. Decían que iban a violar a las muchachas”, dijo.

Los interrogatorios estuvieron a cargo de la policía y civiles enmascarados a los que llamaban paramilitares.

Las preguntas eran siempre las mismas: ¿Quiénes eran los líderes estudiantiles? ¿Qué partido político financiaba su movimiento? ¿Cuánto le estaban pagando? ¿Qué armas tenían?

Una estudiante de mercadotecnia en la universidad nacional dijo que una policía la amenazó con un cuchillo y la abofeteó mientras le decía que dijera la verdad.

“Ya saben cómo golpearnos sin dejar señas”, dijo la joven de 24 años.

Una mujer de 23 años que se graduó recientemente de otra universidad dijo que la abofetearon y la golpearon con la culata de un fusil. Su novio, de quien sospechaban era un dirigente, la pasó peor. “Le pusieron un cigarrillo en un testículo, le quemaron”, dijo.

La ola de arrestos también ha sido una pesadilla para las familias de los detenidos.

El hijo de María José Malespín, Lester Lenin Mayorga Malespín, fue con un amigo a Bluefields, en la costa del Caribe, a recoger una motocicleta.

La única pista para conocer su paradero era que la esposa de Lester lo había llamado cuando la policía los detuvo. Él solo alcanzó a decir “policía” cuando se interrumpió la llamada.

Durante tres semanas, el soldador de 27 años permaneció preso sin ver a un juez ni poder comunicarse con su familia. Malespín y su nuera volaron a Bluefields para buscarlo, pero allí se enteraron de que lo habían trasladado a la tristemente célebre cárcel de El Chipote, en Managua.

“No duermo, no como, no puedo hacer nada”, dijo Malespín durante el cautiverio de su hijo. “Hasta que no veo dónde está, que no le están haciendo nada, que está bien, sano, yo no puedo estar tranquila”.

Lo liberaron sin explicaciones el 1 de agosto.

Malespín lo esperaba en el portón de la cárcel, donde madre e hijo recibieron insultos de una veintena de sandinistas acérrimos, apostados allí durante semanas para intimidar a las familias que buscan noticias sobre sus parientes presos.

Mayorga Malespín dijo a su madre que lo interrogaban y golpeaban a diario. Le mostraban fotos y le pedían que identificara gente. Le preguntaban dónde estaban las armas.

La detención de la estudiante embarazada duró apenas cinco días, pero los efectos mucho más.

Fue llevada a una habitación y forzada a pararse con las manos extendidas sobre una mesa. Los investigadores comenzaron a golpearla en el estómago de nuevo, dice, y una policía le cortó la mitad de una uña de un pie.

Cuando les volvió a decir que estaba embarazada, le dijeron: “’Es el dolor que nosotros sentimos que andamos luchando para el país. Ustedes solo quieren ver el país destruido. Quieren ver que nuestro comandante (Ortega) se vaya.’”

Durante su encarcelamiento comenzó a sangrar. Fue interrogada y golpeada de nuevo.

Cuando finalmente los dejaron en libertad, les advirtieron que desapareciesen o serían acusados de terrorismo.

Al día siguiente ella fue al hospital, donde un médico le dijo que no podían hacer nada.

“Me dijeron que estuviera preparada para la noticia”, dijo. “Yo perdí mi bebé”.

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